Cada día los periódicos traen noticias desgarradoras de violencia de todo tipo. Sin embargo, nos está preocupando el aumento de la violencia intrafamiliar.
Donde se “supone” que reine el amor, lo está haciendo el odio. Donde se “supone” que haya comprensión, la intolerancia reina por todos lados.
Y es que el origen de esta violencia intrafamiliar está dentro de la misma familia.
Causada muchas veces por la disfunción entre los miembros que la conforman. Los celos, la envidia, son caldo de cultivo para la intransigencia.
La inseguridad, la ignorancia, la competencia, la falta de generosidad, la falta de respeto y de dignidad en cuanto a persona humana.
Comenzamos nuestra vida en común con mucha ilusión, pero desde que sobreviene la primera dificultad, no estamos capacitados para bregar con los problemas. Nos falta carácter, nos falta mucho criterio.
Nos ha faltado entrenamiento en nuestra propia familia de origen. Estamos educando para el divorcio, no para el matrimonio.
Entonces vemos que en muchos ambientes, la familia que prevalece es la monoparental. Nos cansamos demasiado rápido de luchar. Las necesidades básicas no han sido programadas desde el comienzo. El dinero no abunda y menos las oportunidades de un buen empleo. Y nuestra fe no es una fe que mueva montañas.
Es una fe débil. No contamos con Jesús para controlarnos.
Nos desesperamos y actuamos impulsivamente. Tomamos malas decisiones. Rompemos la familia por seguir cantos de sirena.
Muchos padres han emigrado, o abandonado a sus familias para formar otras. Hay lugares donde las que emigran son las madres, y abandonan a sus hijos dejándolos en manos de tíos, abuelos, y en algunos casos, de los papás.
Papás, que en nuestra cultura machista, muchas veces no están preparados para asumir esta “carga” tan importante, como lo es la educación y manutención de los hijos, cuando falta la madre. El origen de la violencia es el pecado que nace del error; el error que comienza a imposibilitar la auténtica comprensión mutua en el amor perfecto.
“Y es que el mal, extendido por el mundo, no estaba en los orígenes.
Dios quiso la vida para el hombre. El hombre, partiendo de su condición de criatura, está llamado a desarrollarse en el amor, en presencia de un Dios muy cercano a él. Pero tiene que aceptar su limitación: sólo es el administrador de una posesión que no es suya”. (Biblia de Jerusalén, Edición Pastoral) Entonces, el asunto está en el poseer. El hombre no se conforma con aceptar que solamente es administrador y no dueño.
No somos dueños de nada. Ni de nuestra pareja, ni de nuestros hijos. Todo es transitorio.
Estamos aquí de paso. Todo lo dejaremos, queramos o no. No nos llevamos nada. Solamente somos instrumentos en las manos del Señor para cumplir Su Voluntad. En una relación de pareja no puede existir el dominio sobre la otra persona.
Tan pronto comencemos a ver al otro como el enemigo y no como nuestro complemento, comienza a desgarrarse la relación. Amén.
Donde se “supone” que reine el amor, lo está haciendo el odio. Donde se “supone” que haya comprensión, la intolerancia reina por todos lados.
Y es que el origen de esta violencia intrafamiliar está dentro de la misma familia.
Causada muchas veces por la disfunción entre los miembros que la conforman. Los celos, la envidia, son caldo de cultivo para la intransigencia.
La inseguridad, la ignorancia, la competencia, la falta de generosidad, la falta de respeto y de dignidad en cuanto a persona humana.
Comenzamos nuestra vida en común con mucha ilusión, pero desde que sobreviene la primera dificultad, no estamos capacitados para bregar con los problemas. Nos falta carácter, nos falta mucho criterio.
Nos ha faltado entrenamiento en nuestra propia familia de origen. Estamos educando para el divorcio, no para el matrimonio.
Entonces vemos que en muchos ambientes, la familia que prevalece es la monoparental. Nos cansamos demasiado rápido de luchar. Las necesidades básicas no han sido programadas desde el comienzo. El dinero no abunda y menos las oportunidades de un buen empleo. Y nuestra fe no es una fe que mueva montañas.
Es una fe débil. No contamos con Jesús para controlarnos.
Nos desesperamos y actuamos impulsivamente. Tomamos malas decisiones. Rompemos la familia por seguir cantos de sirena.
Muchos padres han emigrado, o abandonado a sus familias para formar otras. Hay lugares donde las que emigran son las madres, y abandonan a sus hijos dejándolos en manos de tíos, abuelos, y en algunos casos, de los papás.
Papás, que en nuestra cultura machista, muchas veces no están preparados para asumir esta “carga” tan importante, como lo es la educación y manutención de los hijos, cuando falta la madre. El origen de la violencia es el pecado que nace del error; el error que comienza a imposibilitar la auténtica comprensión mutua en el amor perfecto.
“Y es que el mal, extendido por el mundo, no estaba en los orígenes.
Dios quiso la vida para el hombre. El hombre, partiendo de su condición de criatura, está llamado a desarrollarse en el amor, en presencia de un Dios muy cercano a él. Pero tiene que aceptar su limitación: sólo es el administrador de una posesión que no es suya”. (Biblia de Jerusalén, Edición Pastoral) Entonces, el asunto está en el poseer. El hombre no se conforma con aceptar que solamente es administrador y no dueño.
No somos dueños de nada. Ni de nuestra pareja, ni de nuestros hijos. Todo es transitorio.
Estamos aquí de paso. Todo lo dejaremos, queramos o no. No nos llevamos nada. Solamente somos instrumentos en las manos del Señor para cumplir Su Voluntad. En una relación de pareja no puede existir el dominio sobre la otra persona.
Tan pronto comencemos a ver al otro como el enemigo y no como nuestro complemento, comienza a desgarrarse la relación. Amén.
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